“Déjenme ser muy clara, se está produciendo un genocidio frente a nuestros propios ojos, un genocidio transmitido en directo en nuestros teléfonos […] Nadie en el futuro podrá decir que no lo sabía, según el derecho internacional los estados tienen la obligación legal de actuar, prevenir e impedir que se cometa un genocidio, eso significa poner fin a la complicidad, aplicar una presión real y poner fin a la transferencia de armas. No estamos viendo eso. Ni siquiera estamos viendo el mínimo de nuestros gobiernos. Nuestros sistemas internacionales están traicionando a los palestinos […] y también quiero enfatizar que no solo necesitamos que entre ayuda humanitaria a Gaza, necesitamos ponerle fin al asedio y la ocupación […] No, no somos héroes, estamos haciendo el mínimo, lo que estamos haciendo (Sumud Global Flotilla). Nadie lo tendría que hacer, nadie tiene que ir al rescate del pueblo palestino. Lo que estamos haciendo es escuchar y actuar en respuesta a sus llamadas para que las personas de todo el mundo tomen medidas y pongan fin a la complicidad, usar nuestros privilegios, nuestras plataformas […]”
Por Andrea Cárdenas / Psicóloga comunitaria. Se especializa en procesos psicosociales y forenses con niñeces, juventudes y sus redes de cuidado
Quienes somos sensibles a las luchas sociales o formamos parte de comunidades históricamente oprimidas y explotadas, sabemos que, frente a las violaciones de derechos humanos, la colectividad no es solo un refugio: es una estrategia de resistencia. Así lo propuso Piotr Kropotkin a principios del siglo XX, cuando defendió la cooperación como base para la vida social frente la teoria de la evolución darwinista que justifica la competencia, la desigualdad y el supremacismo como leyes “naturales”.
En contextos de crímenes de lesa humanidad, como el genocidio que estamos presenciando en Gaza—donde el contubernio entre el crimen organizado y los Estados, la impunidad y la criminalización de quienes defienden la vida son la norma— muchas veces nos vemos orilladxs a encontrar consuelo, e incluso esperanza, en quienes luchan por un mundo más justo. Pero esa necesidad también puede volverse trampa: ¿qué pasa cuando empezamos a idealizar a quienes luchan por la defensa de los derechos humanos? ¿Cuándo, sin querer, construimos narrativas que romantizan el sufrimiento, glamurizan la instrumentalización y exposición del dolor, o espectaculizan la precariedad?
¿Qué ocurre cuando, frente al abandono institucional, la rabia, el dolor y la frustración, (nos) nombramos héroes y heroínas por asumir responsabilidades que deberían recaer en los Estados, instituciones y organismos internacionales?
Esta reflexión reconoce —y no pone en duda— la dignidad de las luchas y la legitimidad de quienes las encarnan, parte de un reconocimiento profundo a esas historias invitándonos a detenernos, a mirar con distancia las narrativas que construimos en torno al sacrificio y heroísmo, a preguntarnos si es posible organizarnos desde otros lugares: con menos glamur imperialista estilo “Liga de la justicia” —esa lógica que glorifica al héroe o heroína individual, fuerte, incansable, muchas veces en sintonía con discursos de orden institucional, control policial y supremacía— y con más humanidad, más cuidado y vínculos más sostenibles.
Esta es una invitación al diálogo y al pensamiento colectivo para reconocernos profundamente humanxs, para encontrarnos en la fuerza de la comunidad, para que imaginar horizontes más dignos no nos siga costando la vida.
En los últimos años, hemos visto cómo muchas personas que luchan por los derechos humanos han sido mostradas como héroes: valientes, resilientes, incansables. Y sí, hay muchísimo de eso en ellas. Pero también hay algo que, tal vez sin querer, estamos dejando de mirar.
Cuando hablamos solo de “resiliencia” o de “aguante”, corremos el riesgo de romantizar el sufrimiento, de celebrar que alguien soporta el dolor, en lugar de preguntarnos ¿por qué ese dolor existe, qué estructuras lo causan y qué podemos hacer colectivamente para transformarlas?. Esto no significa dejar de reconocer la fortaleza de quienes enfrentan la violencia o la exclusión. Al contrario: implica nombrar el dolor con honestidad y, al mismo tiempo, reconocer que no basta con resistir si el sistema que produce ese sufrimiento permanece intacto.
El problema es cuando la heroica mística del aguante se vuelve referente en la defensa de los derechos. Este tipo de experiencias aparecen en nuestras propias prácticas de acompañamiento, en espacios académicos o activistas bien intencionados, e incluso en las políticas públicas y los discursos institucionales que hablan de “superar el trauma” sin transformar las condiciones que lo generan.
El filósofo italiano Diego Fusaro, en su libro Odio la resiliencia (2018), ofrece una reflexión provocadora pero útil para pensar este fenómeno.
Según él, en el sistema actual la resiliencia ha sido apropiada como una ideología funcional al capitalismo neoliberal, que transforma la adaptación al sufrimiento en una virtud moral. “El nuevo capitalismo quiere individuos resilientes: dóciles, adaptables, capaces de soportar cualquier precariedad”. Desde esta perspectiva, la resiliencia deja de ser resistencia activa y se convierte en un dispositivo capitalista de control emocional.. Fusaro lo llama una “pedagogía de la sumisión”: una forma de domesticarnos emocionalmente para aceptar la injusticia como parte del paisaje. Ya no se nos pide cambiar el mundo, sino simplemente aguantarlo.
Esta crítica no busca deslegitimar el dolor ni invalidar a quienes luchan, sino cuestionar las narrativas que lo enmarcan. Porque cuando el sacrificio se convierte en el centro del discurso, muchas veces dejamos de mirar a los responsables y comenzamos a admirar a quienes logran soportar el daño. “Se celebra a quien sufre con dignidad —dice Fusaro—, no se condena a quien lo hace sufrir”. Fusaro también comparte que la resiliencia se ha convertido en una exigencia emocional, un deber moral disfrazado de bienestar. Se nos pide ser fuertes, positivxs, adaptables, como si esas fueran cualidades individuales, y no respuestas a contextos profundamente desiguales.
¿Y en América Latina?
En nuestro contexto, estas lógicas también se cruzan con el racismo estructural y el legado colonial. Muchas veces aparece la figura del “salvador blanco” o del activista que “da voz a quienes no la tienen”.
La socióloga afrodominicana y activista trans Mikaella Drullard, en su libro El feminismo ya fue (2023), comparte que incluso en espacios progresistas hay formas de activismo que reproducen relaciones de poder desiguales. Lo que ella llama “blanquitudes bien intencionadas” no siempre escuchan, y muchas veces imponen sus propios marcos paternalistas, incluso cuando dicen venir a romperlos.
Al igual que Silvia Rivera Cusicanqui y María Lugones, Drullard señala cómo algunos feminismos y activismos —aun con buenas intenciones— terminan invisibilizando la agencia política, crítica y organizativa de las comunidades a las que dicen acompañar.
Este problema también ha sido abordado por Ximena Antillón, desde el trabajo psicosocial con víctimas en el (anti)manual sobre enfoque psicosocial y trabajo con victimas de la violencia y violaciones a los derechos humanos (2022) menciona que muchas veces en lugar de construir procesos colectivos que apunten a la transformación, muchas veces se pone el foco en que las personas “superen el trauma”. Pero si el sistema no cambia, ¿de qué sirve tanta resiliencia?
¿Y si también nos duele mirar?
Tal vez una de las razones por las que idealizamos tanto a quienes resisten es porque nos resulta insoportable mirar la violencia de frente. Ver tanta impunidad, tanto abandono, tanta injusticia sostenida. En ese contexto, idealizar a quienes aguantan puede ser una forma de buscar consuelo. Es comprensible. Pero también es importante preguntarnos: ¿qué tipo de consuelo es ese? ¿Y a costa de qué?
Pensemos, por ejemplo, en las familias buscadoras ¿Cuántas madres buscadoras han sido convertidas en símbolo heroico de lucha y dignidad?, reconocidas por Instituciones, ONGs., incluso mecanismos internacionales y gran parte de la sociedad, gracias a su labor de denuncia y articulación comunitaria como consecuencia de la criminalización y ausencia del estado. Las familias no tendrían porque estar buscando a sus familiares en condiciones precarias y peligrosas.
Incontables veces las familias buscadoras han asumido el rol de forenses, periodistas, medicas, psicologías, abogadas, trabajadoras sociales, antropologas, arqueólogas, en los procesos de búsqueda de sus personas amadas a causa de la insensibilidad, falta de capacitación, recursos económicos y operativos de los gobiernos en turno para llevar la investigación y búsqueda de sus familiares, ademas, muchas veces sin ningún tipo de apoyo asumen en soledad un trabajo que no suele nombrarse: los cuidados y la crianza que no suelen ser reconocidos porque han sido impuestos generalmente a las mujeres, por ser asociados a roles de género femeninos.
Por lo tanto históricamente invisibles como para que las instituciones encargadas de salvaguardar el bienestar integral de la familia y las niñeces busque impulsar políticas publicas que comiencen a politizar los cuidados, y que, activamente hagan frente a narrativas y programas que siguen replicando discursos donde se sostiene que las madres son las únicas responsables de la crianza y cuidados particularmente cuando son atravesadas por violencias y violaciones a derechos humanos.
Incontables esfuerzos colectivos han reconocido la voz de las familias y contribuido a su búsqueda con películas, reportajes, canciones, murales, tatuajes o foros internacionales que cuenten su historia, sin embargo, las familias continúan sin saber dónde están sus familiares, algunas familias incluso llegan a instancias como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, obteniendo fallos a su favor. Y, sin embargo, siguen sin saber. ¿donde están?
Esto, entre otras cosas, nos permite ver que —aun con todo el dolor visibilizado humanamente posible— sigue sin garantizar justicia. Mientras se les nombra heroínas e iconos de resiliencia, la desaparición de su persona amada continúa, la impunidad permanece y el poder no se transforma.
No todo el mundo puede ni quiere ser héroe
Cuando solo valoramos a quienes “aguantan”, dejamos fuera a quienes ya no pueden más, a quienes se quiebran, a quienes no encajan en el molde heroico de activista fuerte, sano y resiliente. Eso es injusto. Y también es peligroso. Porque si el foco está únicamente en el sacrificio, la pulcritud y la competencia, normalizamos la violencia estructural.
Necesitamos empezar a pensar el activismo no como algo heroico y solitario/sectario, sino como algo humano, colectivo, sostenido, acompañado que, en lugar de exigir aguante, proponga cuidado; que, en lugar de exaltar el sacrificio, construya dignidad.
Las víctimas no necesitan que se les “dé voz”: ya la tienen. Lo que hace falta es que esa voz sea reconocida y resonada por espacios con poder de decisión. Esto implica dejar de romantizar el dolor y empezar a construir otras formas de lucha: más humanas, más éticas, más horizontales, menos glamurosas y más sostenibles. Las metodologías participativas deben evitar convertirse en formas que instrumentalizan el dolor y alejarse de miradas que psicologizan, patologizan los impactos de las violencias y violaciones a los derechos.
Greta y el rechazo a la heroicidad
Reconocer a figuras como Greta Thunberg, quien, pese a su visibilidad internacional, ha rechazado sistemáticamente el lugar de heroína en sus declaraciones este lunes 6 de octubre en Grecia, luego de ser interceptada y secuestrada junto con 170 de sus compañerxs que integran la Global Sumud Flotilla, por las fuerzas de ocupación israelíes impidiendo que abrieran un corredor de ayuda humanitaria en Gaza.
Ese gesto, que podría parecer menor, es profundamente político y sintetiza de forma (po)ética esta reflexión que comparto con ustedes, Greta se rehúsa a encarnar el mandato patriarcal y colonial que espera que las mujeres se sacrifiquen, lideren solas, soporten todo. Greta se nombra parte de una comunidad, no su centro. Y ese gesto, más que debilitar la lucha, la fortalece. Porque desde ahí se construye con otrxs, no sobre otrxs.
“En este momento preciso que los tenemos a todos ustedes, para poner los ojos en lo que ocurre en Gaza, no se trata de Ale, no se trata de mi, no se trata de Carlos , ni de Ernesto ni de Sol, ni de Laura se trata de Palestina, se trata de Gaza, de los niños que están siendo mutilados y ven como matan a sus padres […] Se trata de ellos, se trata de que evidencien todos ustedes, medios de comunicación, investiguen todas las empresas que tienen influencia en México que viene del estado del estado sionista[…] investiguenlo y denuncienlo, que es por eso que este pais no corta relaciones comerciales con el estado israel porque esta metido hasta lo mas profundo pero si ustedes los medios no hacen esta chamba no va a salir jamas […] para presionar a esa entidad sionista que en este momento siguen asesinando niñas y niños […]se trata de ellos pero también de nuestro propio mexico porque es el mismo sistema que permite que 11 mujeres en mi pais dia sean asesinadas es el mismo sistema que permite que se deshumanice a los palestinos desde el 48 […] es el mismo sistema, por eso hay que denunciar […] unos cuantos en el poder son los que tiene esa autoridad para decir donde se cortan las fronteras como se modifican en la geografía a quien si se mata y a quien no se mata , a quien si se puede deshumanizar y a quien no, eso es lo que tenemos que denunciar, ahi tenemos que poner los ojos”
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Andrea es Psicóloga comunitaria. Se especializa en procesos psicosociales y forenses con niñeces, juventudes y sus redes de cuidado
