En México solo el 8.6% de los delitos sexuales logran resolverse. Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad analizó los crímenes de carácter sexual que han ocurrido en los últimos diez años y detectó que de las 329 mil víctimas, sólo 28 mil han conseguido una sentencia condenatoria, lo que significa que el 91% permanece en la sombra de la impunidad.
Por Katia Rejón / Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad
Chihuahua.- En el brazo izquierdo Magda Gutiérrez tiene un tatuaje de diamantes entrelazados. Significa que es sobreviviente de una agresión sexual y, aunque muchas personas se refieren a este tipo de tatuaje como una terapia, para ella es una manera de mandar un mensaje a otras personas que han pasado por lo mismo. Un tatuaje que dice: “Te entiendo. Puedes contar conmigo”.
Estaba buscando información sobre abuso sexual en internet cuando se topó con el video de una sobreviviente que hablaba sobre el tatuaje. Hizo captura de pantalla y refrescó el buscador para encontrar más información sobre esas líneas de tinta que formaban rombos, así supo el significado de su tatuaje más especial. Quiso decir con la piel que “a pesar de todo estaba viva, no tenía pecado ni vergüenza”. Solo una vez alguien reconoció su tatuaje, un enfermero del Hospital Morelos.
A Magda le gustan, en general, los tatuajes. Se tatuó los nombres de su familia en chino, un león y un Churris, como se llama su gatito montés. Posa para las fotos con una sonrisa azul: tiene brackets con ligas de ese color, las cejas recién depiladas y una playera que dice eat, love, love. Es morena y tiene el cabello rubio y corto, amarrado en un chongo. A sus 38 años está orgullosa de terminar su certificación como enfermera, se describe como una persona muy amiguera a quien le gusta reír, ir a los bailes y hacer carne asada con sus dos hijos. Los tiene retratados en un cuadro grande de su sala: dos hermanos pequeños abrazados dentro de una alberca.
Vive con su hijo menor y su nuera en Santa Eulalia, un pueblo minero de poco más de 20 mil personas en Chihuahua, que hace dos décadas intentó ser un sitio turístico y pintoresco y si la violencia por el crimen organizado no hubiera llegado, quizá lo sería.
Cuando era niña Magda vivía en Parral, un pueblo del sur de Chihuahua. Ahí fue donde sufrió agresión sexual por primera vez, a los siete años. Después de eso, volvió a sufrir violencia sexual tres veces más, por dos agresores diferentes.
Una confusa pesadilla
La primera vez es borrosa. Sospecha que fue alguien de su familia, era tan pequeña que no recuerda quién pero sabe que fue alguien cercano. La segunda vez fue cuando tenía 10 años, en 1992. Su hermana mayor acababa de casarse con un hombre de 24 años que abusó sexualmente de ella por más de dos años, bajo amenazas y agresiones físicas. Le decía que nadie le iba a creer, que aseguraría que ella “lo provocó” y que lastimaría a su hermano menor si hablaba.
“Mi hermana, su esposa, permitía que él me sentara en sus piernas y si no obedecía me amenazaba con decirle a mi mamá que me porté mal”.
Chihuahua es el estado con la tasa más alta de víctimas de violación respecto a la población total. Y en números totales, el tercero con mayor número de víctimas a nivel nacional entre el 2014 y el 2022. El primer lugar lo ocupa el Estado de México con 19, 817 víctimas, Ciudad de México con 12, 710 y Chihuahua tiene 11,253 víctimas de violación, de las cuales 6,148 eran menores de edad cuando fueron agredidas.
Cada año aumentan las denuncias por el delito de violación, pero en los años noventa, hablar sobre violación y abuso sexual era un tabú en la escuela, en la familia y en el pueblo. Sus amigas de la escuela primero le dijeron que debía contárselo a su mamá pero cuando les preguntó si, en caso de que ella hablara, la ayudarían a confirmar su historia respondieron que no querían meterse en problemas.
“Ellas veían que me maltrataba, que me agarraba del pelo para besarme a la fuerza, que me mordía los cachetes. También golpeaba a mi hermana, tenía muchos moretones en la cara y en el cuerpo”.
En la secundaria sufrió un primer intento de suicidio cuando tenía 12 años. Los prefectos de la escuela le brindaron primeros auxilios durante la emergencia, pero después no hicieron nada. Ni siquiera avisaron a sus papás. Le preguntaron qué estaba pasando y solo contó una parte de la historia, les dijo que un señor la acosaba pero no dio detalles.
“Los docentes no estaban preparados. Ahora en las escuelas pasa eso -el intento de suicidio- y de inmediato hablan a los papás”.
El papá de Magda también golpeaba a su mamá y el mismo año de su primer intento de suicidio, su papá fue aun más violento durante una discusión. Magda recuerda haberle dicho a su mamá: “¿Qué estás haciendo? Vámonos de aquí o un día te va a matar”. Su mamá le hizo caso, hicieron sus maletas y se fueron a casa de su otra hermana en un pueblo cercano. Magda se sintió más segura porque había separado a su mamá de la violencia de su padre y al mismo tiempo se había alejado de su agresor. Su hermana y su esposo se quedaron en la casa donde vivían antes, y por un tiempo no los vio.
Sin embargo, poco después tuvo que regresar por unos papeles de la escuela. Ese día solo estaban Magda, su hermana, su cuñado y su sobrina de pocos meses de edad. Vio que en el patio él estaba tomando alcohol, le pidió las llaves de su cuarto a su hermana porque se quería encerrar pero ella se las negó. Le dijo expresamente que tenía miedo de su esposo que estaba tomado pero no le hizo caso y Magda solo le puso seguro a la puerta desde adentro.
El agresor se metió por una puerta trasera y atacó a Magda. Aunque pedía ayuda a gritos a su hermana que estaba en el piso de arriba -y su hermana le oía- no acudió a salvarla. Unos tíos que vivían en una casa cercana la escucharon y corrieron a auxiliarla. Su tío agarró a golpes al hombre y aunque intentaron llamar a la policía, se escapó.
Desapareció sin ropa por los cerros y por un buen tiempo no supieron nada de él.
“Mi tía me llevó a su casa y habló con mi hermana, le preguntó por qué no me había ayudado y ella solo dijo que porque no podía dejar sola a su hija pequeña”.
Su hermana, a quien también nombra como agresora, la culpó de “haber dejado sin papá a sus dos sobrinas”. Magda tenía 12 años, su hermana 22. Los tíos que la ayudaron pusieron una denuncia pero nunca lo detuvieron. Años después, cuando Magda trabajó en el Cereso, unos abogados le dijeron que la denuncia caduca en diez años y después de eso el delito no se podía perseguir. Para entonces ya habían pasado 24 años. La esperanza de justicia se desvaneció.
En Chihuahua el delito de violación se castiga con 8 a 20 años de cárcel y de 600 a mil días de multa. Cuando la víctima es menor a 14 años de edad, la pena es de entre 10 y 30 años de prisión. La ley local define la violación como la introducción anal o vaginal de cualquier elemento o parte del cuerpo, no necesariamente un órgano sexual, por medio de la violencia física o moral o sin el consentimiento de la víctima.
De las más de 11 mil víctimas que han interpuesto una denuncia, solo hay 238 condenas dictadas y 718 detenidos.
Magda nunca recibió justicia ni reparación del daño y ella puso distancia con su hermana durante mucho tiempo.
El agresor volvió al pueblo hace un año. Había huido a Estados Unidos donde estuvo en la cárcel por agredir sexualmente a su hijastra. Magda estaba en shock cuando se enteró que había regresado, salió del trabajo y fue directo a casa de sus papás preocupada. La hizo retroceder cuando ya había retomado su tranquilidad.
“Me dijeron que yo ya era grande y él ya no me podía hacer nada. Pero es que ya lo hizo: me partió en dos para toda mi vida”.
A ella toda la familia le pedía que “ya lo olvidara”, incluidos los tíos que le ayudaron en ese momento, a él lo recibieron como si nada hubiera pasado. Sus hijas se pusieron contentas y su hermana dejó a su pareja de ese momento para regresar con él.
Una víctima, dos violaciones: un violador.
Durante su adolescencia ser amiguera y salir a los bailes fue su manera de huir de la incomodidad de su casa. Se cortó el pelo, usaba pantalones con pechera, intentaba no mostrarse femenina pensando que así no se le acercaría ningún hombre.
“Me convertí en una pandillera. Golpeaba, me golpeaban, era muy vaga. Peleaba para sacar mi dolor. A veces llegaba a casa con navajas o fileros (cuchillos pequeños) enterrados. Para mí el dolor no era mucho porque tenía un dolor más profundo”.
A los 17, tuvo un amigo con el que salía a pasear. Una vez salieron como de costumbre y él le invitó una cerveza. Semanas después, en una cita con la gineco obstetra, le dijeron que estaba embarazada.
“Lo primero que pensé fue “¿de quién?” no hallaba como. Me volví al momento en que salimos, le hablé y le dije que tenía un problema”.
Desde un teléfono público Magda le preguntó qué fue lo que le había puesto en la bebida. Él lo negó todo y ella le dijo que entonces iba a denunciar porque no había forma que estuviera embarazada si no había sido por violación. Solo así aceptó que era suyo.
Su mamá, al enterarse de que estaba embarazada, la echó de su casa y la juntó con su agresor. Tenía 17 años y en el trabajo la corrieron por estar embarazada, así que no tuvo de otra más que ir a vivir con la persona que la había violado.
Al principio vivieron con la familia de él, pero ahí Magda también recibía malos tratos, así que ella consiguió una casa y un trabajo. Él se quedaba con el niño pero no lo cuidaba, se lo daba a su hermana y él se iba a pasear a la calle.
“Vivíamos juntos pero no éramos pareja, como quien dice solo estábamos juntos por el niño. Traté de llevar una vida agradable, sin pelear. Pero un día nos tomamos una cerveza y volvió a pasar lo mismo. Era 2005 y mi hijo mayor tenía 2 años. Me quedé sola y tuve que trabajar embarazada. Nunca lo denuncié”.
De acuerdo con una reforma al Código Penal de Chihuahua en 2022, la suministración de estupefacientes o psicotrópicos a víctimas de violencia sexual es un agravante a la pena: Si durante el delito hay violencia física o moral, la pena aumenta a la mitad. Y si la víctima es drogada en contra de su voluntad o sin su conocimiento, la pena aumenta en dos terceras partes.
“Él se movía en un barrio donde había mucho acceso a drogas. Ahora tiene 40 años y no se puede ni mover, tiene diabetes tipo 2 y está en Estados Unidos. La vida es un restaurante: nadie se va sin pagar”.
La decisión de una maternidad responsable
Su mamá era dura y Magda quiso ser una mamá que hablara con sus hijos, preguntarles qué les pasa cuando no andan bien. Le gustaría que la gente supiera que los hijos no sólo necesitan tener “un taco en la mesa” o ir a la escuela. Necesitan atención, plática, educación, confianza.
“Mis hijos me dicen “eres bruja” porque adivino cuando no están bien. Pero no, no soy bruja, soy mamá. Mientras uno esté con los hijos, los hijos no van a buscar atención ahí afuera y no va a haber secretos”.
Lo que le pasó impactó en la educación de sus hijos: Les enseñó que las mujeres son independientes y merecen respeto. Pero también que si alguien los tocaba o agredía, ella iba a estar ahí.
“No crié a hijos morbosos porque desde que tenían 10 y 12 años saben de mi situación. Les conté lo que pasó con su papá y les dije que a pesar de todo no soy víctima porque los tengo a ellos, yo gané. Y son muy buenos hijos”.
En su casa se habla de sexualidad abiertamente, del cuerpo humano sin tabúes. Y esa franqueza también le ha tocado a sus sobrinas, a las novias de sus hijos, a sus nietas.
Su nuera más joven estuvo en una situación de riesgo por agresión sexual y la arroparon en su casa desde los 16.
“Yo ahora con mi nieta lo manejo así, hablo mucho con mi nuera sobre la niña: Si no quiere darle un beso a alguien, no la obligues. Si no quiere que alguien la agarre de brazos, no la obligues. Si llora, retírala porque no le agrada esa persona. No puedes forzarla a que se siente o esté en los brazos de alguien. Desde niñas tenemos la capacidad de decidir con quién sí y con quién no queremos estar”.
La reconstrucción de una vida libre
Para llegar a la casa de Magda hay que atravesar unos 150 metros de puro camino de terracería, vive en una casa pequeña de bloques, muy fresca, sobre un cerro. Es un lugar tranquilo sin muchos vecinos, algo que ve como positivo: puede encender el estereo enorme y poner música muy alto. Detrás de la casa se alzan los cerros que enmarcan el paisaje seco y montañoso de Chihuahua. Su gatita Churris, cuyo trabajo es mantener las víboras y las lagartijas fuera de la casa, está intentando meterse a una cubeta.
El tono de Magda cambia un poco cuando habla de su esposo, con quien también vive. Lo conoció en la fiesta de una amiga en común en 2008. Le pidió su número y comenzó a buscarla. Los hijos de Magda eran pequeños, ella estaba enfocada en mantenerlos seguros y sacar adelante a su pequeña familia, no estaba interesada en tener una pareja pero a ella le gustó que fuera respetuoso.
“Tiene ganado a mi papá, se ganó a mi mamá, a todos mis hermanos. Es un hombre valeroso que crió a mis hijos. El más grande tenía cuatro y el más chico tenía dos, y los ha criado como su papá, le dicen papá”.
Magda dice que eso le ayudó a recuperar la esperanza de que había personas buenas y confiables en el mundo. Su esposo le ayudó a pagar la escuela de enfermería y los gastos de su emprendimiento para poner uñas. Cuando trabajaban los dos, dividían los gastos a la mitad y ahora salen los fines de semana como “dos muchachos”. Se van a ranchear a Camargo, a Jiménez, a Julimes y a Cuauhtémoc, ciudades a las que llegan paseando en carretera.
“Él me deja ser libre, me deja vestirme como yo quiera, cortarme el pelo como yo quiera, me da mucho apoyo. Ha cambiado un poco su mentalidad porque creció con su padre machista que a veces le dice que no debería ponerme tal o cual vestido. Pero aunque yo saliera desnuda no tendrían por qué faltarme al respeto”.
Su esposo también ha sido un apoyo emocional ya que a raíz del regreso de su segundo agresor -el esposo de su hermana- y su cercanía a la familia, Magda tuvo una crisis de depresión y ansiedad que la llevó a su más reciente intento de suicidio.
Las violencias familiares y sexuales que vivió Magda le afectaron en lo emocional, lo físico y lo económico. Arremangar esa vida de dificultades para construirse una de crianza presente y amorosa, disfrute, educación y compañía ha sido un orgullo para ella. Ha comenzado a ir a terapia y está en tratamiento médico, aunque todavía se está acoplando a los efectos secundarios: un medicamento la marea y a veces no lo puede tomar porque tiene que manejar fuera del estado.
Le hubiera gustado tener atención a la salud mental cuando era joven y piensa que hasta hubiera dado una mejor educación a sus hijos. Ahora va con una especialista del Centro de Salud de San Guillermo, Aquiles Serdán y la atención es gratuita.
“La terapia me ha ayudado porque yo me sentía culpable. Al ser mujer, me estaba castigando. He aprendido que la vida sigue, son muchos años y tengo la oportunidad de ser feliz, de salir adelante, de sobresalir porque ahorita estoy estudiando enfermería, quiero ser alguien en la vida. También he sido feliz. Me gusta recordar las cosas que me hicieron feliz y he aprendido a reír porque lo siento, siento la alegría y no nada más por hacer feliz a los demás. La psicóloga me quitó las ganas de morirme y de no existir. No me quiero morir. Ya no quiero morir”.
Le gustaría que otras mujeres que han pasado por esta experiencia puedan hablar sin culpa ni vergüenza. No le gusta pensarse como víctima sino como el ejemplo de alguien que retomó su vida y reclamó su derecho a volver a ser feliz.
“Soy ganadora porque no me morí, no me mató tener hijos de él. Me siento ganadora porque quizá en otra circunstancia no podría estar contando mi historia pero sí lo logré. Quisiera que mi nombre sea reconocido, que digan: Magda fue abusada pero fue valiente, como la Adelita”.
Este texto es parte del especial “Violación: un crimen impune”, realizado por Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad. Es replicado por Raíchali con la autorización del ese medio de comunicación. El trabajo completo puedes consultarlo aquí
Créditos: Texto principal: Valeria Durán y Ami Sosa
Historias en los estados: Ami Sosa, Elizabeth Vazquez, Isabel Mercado, Katia Rejón y Claudia Arriaga
Procesamiento de datos: Ami Sosa, Santiago Ayala y Valeria Durán
Edición de textos: Valeria Durán y Raúl Olmos
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