Chihuahua

sábado 20 abril, 2024

La Malinche, o de cómo hacer cumbre si vas de la chingada

Crónica por Raúl Gómez Franco

Cuando levanté la cabeza ahí estaba ella. Retadora. Inmensa. Altiva. ¡Altísima…! Sobre todo altísima e inalcanzable desde mi perspectiva y mi cansancio. Ella, la montaña. Ella, La Malinche. Ella, aunque sea un volcán…

Hasta ese momento, cuando llevábamos apenas 600 metros ascendidos por un tupido pero empinado –y embrujador– bosque, y nos faltaban otros 640 por escalar, a mí me estaba yendo de la malinche. O, dicho en términos de Octavio Paz, me estaba yendo de la chingada…

Dos semanas y media antes, cuando Marco Ruvalcaba nos invitó a participar en el ascenso a dos volcanes en el centro de México, en dos días seguidos, no me imaginé que esa aventura sería una de las experiencias más desafiantes y aleccionadoras de mi ya larga vida.

El reto era fuerte: dos cumbres seguidas, apenas con unas horas de sueño entre una y otra. Y de las más altas del país (Nevado de Toluca –Xinantécatl–, 4,680 m, la cuarta más elevada; y La Malinche –Matlalcueye–, 4,440 m, la séptima).

Ambos volcanes habían estado cerrados al público durante la pandemia y tenían pocos días reabiertos. Había que aprovechar el dos por uno. Es decir, dos cumbres por un solo gasto que implica viajar desde Chihuahua hasta el centro de México para quienes le hemos cogido gusto a esta actividad del senderismo-montañismo.

El ingrediente a vencer –además del cansancio– era la altura. La ciudad de Chihuahua se encuentra a 1,420 metros sobre el nivel del mar. Las cimas de los dos volcanes son 3 mil metros más altas que el medio ambiente en el que hemos crecido y nos hemos adaptado los nativos o residentes de Chihuahua. Perturbador pero provocativo reto.

Tan provocador que dijimos: ¡Vámonos! A algunos del grupo de ocho que nos apuntamos nos animó el hecho de que, tres semanas antes, habíamos alcanzado la cumbre del Monte Tláloc –volcán de 4,150 metros de altitud, décimo más alto del país, también ubicado en el Eje Volcánico– y nos fue muy bien.

Marco programó el ascenso al Nevado para el viernes 25 y a La Malinche para el sábado 26. Las intrépidas hermanas Rocio Veronica Garcia y Maribel Garcia (unas guerreras del senderismo) y yo nos fuimos desde el miércoles a Ciudad de México para acostumbrarnos, aunque fuera por un día, a una altitud mayor (2,240 m) que la de Chihuahua y Torreón (1,120 m), en donde radica actualmente Maribel.

Ese factor influyó de manera determinante en el tono general que esta expedición tuvo sobre mi condición física, y no me refiero precisamente a la altura. Los tres tuvimos que cenar, desayunar, comer y volver a cenar en México, aunque en sitios distintos. Resultado: el viernes a las 3:30 de la mañana me levanté con una fuerte infección intestinal. La cita para salir a Toluca era a las 5 de la mañana, por lo que me tomé una pastilla y fui dos veces al baño confiando en que se me detendría la infección. También decidí, conforme me fuera sintiendo, consumir pura agua o líquido y evitar cualquier alimento sólido para mitigar las “carreras”.

Independientemente de mi dolor estomacal, el ambiente general del grupo cuando nos encontramos en el centro de Ciudad de México, era de entusiasmo. Además de las hermanas García Vélez y yo, acudieron Ilda Alarcon, Jorge Georsh Loya, Octaviano Legarreta y Marco Amaya, además de nuestro organizador y guía Marco Ruvalcaba. A nosotros se nos unieron la experimentada guía Arianna (Ari) Jiménez, quien por tres años consecutivos ha sido designada como la reina de las montañistas de México, y Alejandro, un joven también muy ducho en los volcanes.

El plan era atacar la cumbre más alta del Nevado de Toluca, la norte, conocida como Pico del Fraile, a través de un trayecto boscoso con unas vistas espectaculares conocido como Cañada del Oso, que extasió nuestra vista pero que también me sirvió para hacer dos paradas estratégicas apremiado por la infección, lo cual me distanció un poco del grupo aun cuando nunca estuve solo. Alejandro se convirtió en una especie de ángel de la guarda y no se despegó de mí en todo el ascenso y hasta una Lomotil para el intestino me facilitó. En mi fuero interno me repetía que un mal digestivo no me iba a vencer ni me impediría llegar a lo alto del Nevado.

La temperatura en el bosque encantado era fresca con partes cubiertas por la neblina, pero en cuanto entramos en la empinada zona volcánica con enormes y puntiagudas piedras y arenales, el clima se transformó.

La niebla nos arropó acompañada de lluvia, granizo, nieve, grajea y un viento gélido y potente que en momentos nos hacía trastabillar. Nuestra intención de disfrutar de la vista de las lagunas Sol y Luna –dos cuerpos de agua ubicados en el enorme cráter del volcán– se disipó porque apenas veíamos a dos metros de distancia por lo densa que estaba la bruma. Las condiciones eran las peores y el clima se descomponía cada vez más. Ni las chamarras impermeables ni los ponchos fueron suficientes para impedir que la fina lluvia y la humedad, impulsadas por el viento, mojaran nuestras ropas e incrementaran el frío.

En esas condiciones los sentidos se agudizan. Mente y cuerpo se concentran en dar los pasos adecuados para evitar una caída en terreno tan irregular, y en que tus pulmones jalen suficiente aire para evadir el mal de montaña (ya presente a partir de los 4 mil metros). Aun así, en momentos el pensamiento se distrae preguntándose porqué mejor no estás en tu cama viendo alguna serie de Netflix, o desayunando rico con tu familia. E incluso intuyes que, para algunos, resultará escandaloso que un sexagenario deshidratado y con chorrillo ande castigando a su cuerpo de esa manera en vez de estar acostado, cerca de un baño y con suero.

Es que el sendero, el cerro, la montaña, son adictivos. Una vez que los pruebas, difícilmente los puedes dejar. A veces se sufre, pero la recompensa es mayor. No es lo mismo ver paisajes deslumbrantes en tu televisión o en fotos, que estar dentro de ellos.

En aquel espacio blanco y gélido, caminando pesadamente junto con Maribel y Alejandro, llegamos a unos pequeños riscos donde se guarecía Marco Amaya, quien nos gritó que ya habíamos hecho cumbre, que ya no avanzáramos más.

Sin embargo, el resto del grupo no se encontraba ahí, por lo que le dije a Alejandro que continuáramos. Maribel se quedó con Marco. De entre la bruma salió Octaviano con la cara completamente roja, diciéndonos que el clima estaba de la fregada. Comencé a caminar junto con el guía. A duras penas avanzamos. Me quité los guantes porque estaban mojados y sentía las manos congelándose. El fino granizo golpeaba la cara. Cuando le pregunté cuánto nos faltaba para el Pico del Fraile –porque no se veía nada–, me dijo que unos veinte metros.

En ese momento surgió repentinamente Ari de la niebla y entre el ruido del viento nos gritó que a dónde íbamos. Le dije que a la cumbre. “Ya hicieron cumbre desde hace rato, devuélvanse, sus compañeros vienen detrás de mí. Vamos a bajar lo más rápido que podamos porque el clima está muy riesgoso”, me dijo. La obedecí y nos reagrupamos en los riscos para descender.

A pesar de las condiciones en que nos hallábamos y los elementos que nos golpeaban, el descenso fue animoso porque la montaña no nos derrotó… ni la diarrea. Cuando entramos al bosque de nuevo habíamos dejado atrás lo peor del clima. Por lo complicado del ascenso pensábamos que habíamos recorrido muchos kilómetros, pero en realidad solo fueron nueve, ida y vuelta. Comenzamos a caminar en los 3,700 m y llegamos a los 4,680 de la cumbre, por lo que subimos casi mil metros (unos tres cerros Grandes).

Volvimos a Ciudad de México cerca de las 9 de la noche, apenas para darnos un baño caliente y cenar juntos. Una pechuga de pollo a la plancha fue mi único alimento sólido del día. La infección se había calmado pero no detenido. Nos fuimos a dormir unas pocas horas pensando en el desafío que nos esperaba con La Malinche. Me acosté meditando en si la infección afectaría mi rendimiento al día siguiente.

Cansados pero con el ánimo muy arriba salimos de nuevo a las 5 de la mañana del sábado hacia Tlaxcala, específicamente a donde se encuentra el centro vacacional Malitzin, del Seguro Social, ubicado en las faldas del volcán a 3,200 metros de altitud. De ahí comenzó nuestro segundo ascenso hacia la cumbre de 4,440 metros. Nuestra moral se acrecentó cuando en el trayecto en carretera pudimos observar de lejos las cumbres del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. A esta expedición se nos unió Janeth Moyer, una chica juarense con una condición física envidiable, así como los experimentados guías Aarón, Beto y Alma, de los mejores en su actividad en México.

Pronto nos dimos cuenta de que, a diferencia del Nevado de Toluca que estaba totalmente solo, a La Malinche acude mucha gente de la región y de la Ciudad de México, ya sea para disfrutar del bosque y pasear por sus alrededores, para acampar, y hasta para llegar a su cumbre. Por eso es que también hay guardabosques pendientes de lo que suceda en toda el área. No es para menos, el bosque es encantador. Una acampada de fin de semana debe saber a gloria.

Teníamos 7.5 kilómetros para llegar hasta la cima. Muy fácil en el papel. Hemos recorrido más kilómetros en otras rutas. Sin embargo, aquí todo es cuesta arriba, en algunos tramos muy empinado. Después del primer kilómetro me doy cuenta de que sí, el mal estomacal sí me debilitó. Eso, combinado con el desgaste del día anterior. Mis piernas no responden igual. Malo. En el camino a Tlaxcala nos habíamos detenido a desayunar algo, aunque yo sólo me tomé un delicioso vaso de atole de maíz. Si lo hacen los rarámuri y aguantan bastante con el pinole, ¿por qué no intentarlo? Total, a eso habíamos ido. Además, el clima era perfecto, fresco, algo nublado, con sol a ratos, sin amenaza de lluvia para la mañana.

El grupo se mantuvo relativamente compacto hasta el segundo kilómetro, cuando llegamos a un cruce de senderos donde había un señalamiento, detrás del cual se encuentra pintada a manera de grafiti una frase que, en ese momento, deseé que no fuera premonitoria: “Hasta aquí llegué y falta un chingo”. Mi cuerpo, gustoso, también hubiera querido quedarse hasta ahí.

Como si fuera una señal, después del crucero el grupo se comenzó a disgregar, lanzándose en el grupo puntero Octaviano, Janeth y Georsh junto con uno de los guías. Por cierto que cuando veo desplazarse a Octaviano se me viene a la mente la imagen de un caballo desbocado.

Los siguientes dos o tres kilómetros de bosque fueron de cavilaciones y de subidas más pronunciadas, con paradas momentáneas para jalar la mayor cantidad de oxígeno y darle descanso a mis piernas que protestaban. Detrás de mí, a unos metros, platicando de todo y muy sabroso, Ilda y Beto el guía. Yo, que en las subidas no abro la boca y si me sacan charla respondo con monosílabos, no logro comprender cómo hacen algunos para atacar las pendientes sin dejar de conversar y no ahogarse.

Así, a duras penas, con disputas interiores en torno a si llegaría o no a la cumbre, con dolor de estómago y náusea, sin querer probar nada sólido pese a que la recomendación es que cada diez o quince minutos tome uno agua y coma unos bocados de alguna barra energética o fruta, salimos del bosque. Bajo la sombra del último árbol estaba parte del grupo terminando de descansar y de comer algo. Fue entonces cuando alcé mi cabeza y, abrumado, la descubrí en todo su esplendor: La Malinche. Una mole espectacular. 640 metros aún por subir, algo así como dos cerros Grandes. Y yo sintiéndome de la fregada. Hay un dicho en el senderismo: el que alcanza, no descansa. Porque cuando te emparejas con los que van adelante, significa que se detuvieron a reposar, pero cuando llegas, ellos ya se van.

Así que nos quedamos Ilda, Beto y yo a tomar agua y reparar fuerzas (que en mi caso no hallaba cómo hacerlo). Proseguimos, ya sin sombra y con ratos de sol, por entre pastos bajos y terreno muy resbaladizo, todo en pendiente, hasta llegar a una zona típica de volcán: piedras oscuras, enormes y puntiagudas, como soltadas unas sobre otras, fruto de alguna erupción. Zona muy engañosa porque parece que al final se halla la cima. Pero no. Ilda se adelanta, Beto no se separa de mí, pendiente de mis movimientos. Para entonces mi cuerpo maltrecho me pide que me detenga, que ya no continúe. Pero mi mente, que es la que lleva el comando desde hace buen rato, me grita: ¡Síguele!

Recuerdo uno de los postulados de mi filosofía de vida: Jodido pero no rendido. El dejarse vencer está descartado. De hecho, la montaña es una representación de la vida. Así como la enfrentamos, la vivimos y la gozamos, así también encaramos a la montaña. No hay de otra. Somos lo que somos en todo lo que hacemos. Así que, sin bastones, vamos escalando esa zona de rocas.

Un descanso breve para tomar aire, una mirada hacia atrás y el paisaje que se alcanza a distinguir a kilómetros corta el aliento por lo increíble que es. Un estímulo que entra por los ojos. En ocasiones, en esas encrucijadas que te pone la vida, uno cree saber hasta dónde puede. El senderismo-montañismo te enseña que hay que probarse más allá de lo que crees poder, a explorar los límites de tu cuerpo, pero sobre todo los de tu mente. Éste fue uno de esos episodios aleccionadores.

Escuchaba a lo lejos las risas de mis compañeros, jubilosos por haber llegado a la cima desde hacía ya como media hora, y eso me motivaba. Por fin libramos las piedras y detrás de un peñasco en el que pensé estaba ya la cumbre, apareció un nuevo sendero. Oh no… Para entonces otro pensamiento me atenazaba: ¿Cómo voy a bajar todo esto que he subido? A la izquierda, impresionante, el precipicio por el que se podía ver el inmenso cráter. El sendero bordeado de rocas y peñascos me sacó a otro desde el que se pudo distinguir, finalmente, como a 50-100 metros un conglomerado rocoso que era la cumbre, sobre la cual descansaba y se divertía el resto del grupo. Las porras y los aplausos de mis compañeros fueron la energía que me llevó hasta allá para escalar la pared rocosa y tocar, ufff, el techo del volcán.

A lo lejos, imponente y dejándose ver por segundos entre las nubes, el Popocatépetl, mi antiguo conocido, al cual pude ascender hace 30 años, en noviembre de 1991. Pero esa es otra historia. Ésta, la de La Malinche, no termina aquí pero la concluiré aquí. Porque después de descansar un rato y tomarnos las consabidas fotos en la cumbre, saqué fuerzas no sé de dónde para bajar los 7.5 kilómetros del descenso, y llegar hasta la camioneta que nos aguardaba. Llegamos a la Ciudad de México cerca de la una de la mañana.

Escribía hace unos días mi amiga Rocío García Vélez –admirable, incansable, imparable– que si bien hacer cima es un proceso solitario, en realidad nunca lo hacemos solos. Siempre hay personas, un grupo, un equipo que te ayudaron a llegar hasta ahí aunque no necesariamente hayan estado presentes. La Malinche siempre permanecerá en mi memoria por estas particulares circunstancias. Yo llegué a su cumbre acompañado por mucha gente a la que le tengo que agradecer: Pbro. Carlos Zezati (Qepd), experto montañista y guía, quien nos entrenó en el Ajusco hace 30 años para llegar hasta el cráter del Popo y sentó las bases de lo que ahora estoy haciendo.

Cindy-Delta St y su equipo de Ruteando Camping & Aventura, con quienes hice mis primeras rutas este año, y las seguiré haciendo mientras continúen invitándome.

Miguel Hernandez, Daniel Gómez, Georsh Loya y, por supuesto, Rocío, amigos de sendero de quienes he aprendido tanto.

Marco Ruvalcaba –y su notable equipo de guías–, líder y organizador de estos ascensos, quien ha estado pendiente de colocar siempre un buen guía cerca de mí para llegar bien a la meta.

Blanca Muñoz y Horacio González Lechuga, amigos de senderismo antes de que supiéramos que hacíamos senderismo, así como Norma M Rodriguez P, Rene Jacobeo, Gansito Vega y Gilberto Sánchez.

Y, por supuesto, a mi familia que siempre está pendiente y apoyándome en esta actividad que, como vemos, a veces se torna extrema…

A todos los compañeros con quienes hemos compartido sendero…

Si las rodillas me lo permiten, espero hacer entre este año y el siguiente las diez cumbres más altas de México. Ya llevo cuatro (Popo, Nevado de Toluca, La Malinche, Tláloc). ¡Vamos por más!

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