El tema del narcocorrido no es el narco, sino el sueño americano, la hombría patriarcal, y la guerra como imperativo existencial

Especial de Lenia Chávez para Raíchali

Sobre el debate que ha suscitado la propuesta de prohibir la difusión pública de narcocorridos en México, lo primero que hay que decir es que las manifestaciones artísticas, sea cual sea su contenido, tienen la valiosa particularidad de ser siempre un testimonio denso del momento histórico del cual emergen. Antes que prohibirlas, sería interesante reflexionar sobre los procesos sociales de los que están dando testimonio.

Quizás a partir de ahí, podríamos pensar rutas para diversificar el paisaje musical con un horizonte que se aleje de la violencia acercándose a la justicia, pues por ahora las alternativas sustitutivas que emergen desde el lado progresista son poco profundas y se derrumban cuando alguien apunta que si vamos a prohibir canciones porque hacen «apología del delito», entonces también habría que prohibir otras prácticas sociales que no sólo hacen apología, sino también pedagogía del delito, como por ejemplo, la impunidad.

Quienes se oponen a la prohibición señalan, entre otras cosas, que la deslegitimación del género se imbrica con discursos clasistas y colonialistas que invalidan a sus consumidores, mayoritariamente los sectores populares. Y tienen razón: por mucho que hayamos cuestionado en los últimos años la insidiosa distinción entre «alta cultura» y cultura popular, esa fórmula ideológica sigue teniendo sus adeptos.

Por otra parte, aunque este género tenga su origen en la cultura popular, cuando toma la forma de mercancía de la industria musical transnacional, al tiempo que accede al espacio mainstream, se vuelve susceptible a imbricarse con la ideología que promueven los grandes capitales, cuyos intereses materiales suelen ser contrarios a los de las personas que consumen sus productos.

Si observamos bien, las narrativas del narcocorrido comparten repertorio simbólico con la publicidad de las marcas de lujo, y con la épica militarista o emprendedurista estadounidense: Por un lado, el hombre exitoso ataviado con un Breguet & Fills celebrando con champaña después de firmar un buen contrato… o de coronar un cargamento, o conduciendo un vehículo de lujo, no importa si Bugatti o Cheyennón, pero haciéndose acompañar por una -o más de una- mujer hermosa. Por otro lado, guerreros acorazados a los que no se les puede ver ni un milímetro de vulnerable piel humana, que pueden ser narcocomandos o fuerzas «especiales» matando para vivir, con Kalashnikov en Culiacán, con M4 en Afganistán.

Pero ni los multimillonarios blancos ni los honorables marines son delincuentes, aunque su poder y sus caudales tengan el mismo origen que toda acumulación capitalista, el despojo extractivista de la empresa colonial. El narco, en cambio, es un outsider, «los mugrosos», les dicen en los corridos militares, el «enemigo público» que no pertenece a ni a los linajes burgueses ni a los linajes militares que han tenido el tiempo suficiente para hacer pasar por el ciclo de purificación institucional su riqueza y su derecho a la legítima violencia.

Los narcos que aparecen en los videos de productoras como Rancho Humilde, independientemente de su atuendo, son hombres comunes, como cualquier trabajador de cualquier ciudad mexicana o de cualquier barrio latino. Sus chicas tienen fenotipo mexicano. Y más recientemente, vemos también fenotipos amefricanos, en los videos dirigidos al mercado del otro lado de la border.

Multiplicidad de narrativas

El narcocorrido no es un género monolítico. Sus narrativas y las motivaciones de sus creadores son diversas y es un error generalizar sin escuchar.

Algunos siguen cumpliendo la función histórica del corrido, registrar y transmitir (en tercera persona) la memoria colectiva de hechos que son relevantes para una comunidad: desde los Tigres del Norte denunciando al PRI por formar empresas de narcotráfico hasta Arte Norte narrando cómo padeció, o participó, la población civil en el Culiacanazo de 2019.

Otro segmento narra, ya en primera persona, la cotidianidad del sicariato, que no siempre es elegido, como nos han mostrado los cientos -que podrían ser miles- de casos de reclutamiento forzado registrados en México, que se entretejen con la desigualdad estructural: «Ya te manchaste las manos de sangre / no cumples ni los quince años / no llores ni te sientas mal / así todos empezamos / las calles han sido tu escuela / y el vandalismo tu vida / pasaste hambre y tristeza / la mafia ahora es tu familia…», dice aquel -ahora viejo- corrido de Calibre 50 llamado El niño sicario.

El tercer tipo de narcocorridos, que es en el que me quiero concentrar, es el que cuenta con el respaldo de consorcios como Warner o Downtown, casas productoras que, dicho sea de paso, bien pueden servir para purificar los capitales de origen inexplicable. En este conjunto predominan ciertas narrativas que vale la pena interrogar.

El tema del narcocorrido no es el narco

El tema del narcocorrido mainstream no es el narco, el narco es el contexto, el escenario. Sus temas son: el sueño americano (salir de pobre, hacerse rico), la hombría patriarcal (el arrojo y la obediencia a las jerarquías del poder factual), y la ideología de la guerra como imperativo existencial (matar para vivir).

En otras palabras, la épica canónica de la Modernidad occidental, que es colonialista y patriarcal, pero en una versión adaptada a un sujeto subalternizado en un momento histórico donde ni el sueño, ni la hombría, ni la guerra pueden seguir teniendo como marco el estado de derecho que hasta hace poco organizaba a la sociedad global occidental: «Si no sirves pa matar, sirves para que te maten» canta Gerardo Ortiz (2023) en el corrido que narra la historia de Manuel Torres, el M-1 de de Sinaloa, quien «se traumó por [haber tenido que] matar a temprana edad», pero «luego superó el trauma y le entró duro a los chingazos».

Y es que uno de los guiones más recurrentes del narcocorrido es el del hombre que de niño fue humillado por la injusticia de la pobreza, es decir la injusticia capitalista, pero que a fuerza de ingenio, de arrojo para enfrentarse con la muerte, de trabajo duro y meritorio, de obediencia a los jefes, y sí, también de insensibilización a la crueldad (vamos, los valores que la hombría patriarcal reclama en exclusiva para sí), se va ganando un lugar en la empresa y escalando en la jerarquía hasta obtener como retribución el derecho a dominar un territorio y el dinero suficiente para comprar ropa de marca, viajar en jet privado, beber destilados absurdamente caros y comprar la compañía de múltiples morritas -o plebitas, si es de filiación sinaloense- que cumplan con los estándares visuales de la cultura patriarcal:

«Mi meta de morro fue del hoyo sobresalir / la oveja negra tuve que ser para cumplir / el que quiere lo hace, no soy el único por aquí; los carros que yo tengo pura madre fueron regalados», dice un corrido de Clave Especial (2022) cuyos fans en la red comentan así: «algún día he de lograr lo que hoy deseo»; «a este corrido le subo el volumen para que los vecinos se eduquen»; «dándole hasta cumplir lo que soñamos».

Pero sobre todo, lo que el protagonista del narcocorrido consigue al final de su travesía es la dignificación en forma de respeto, o lo que la cultura narca, la cultura capitalista y en general la cultura de la dominación entienden por respeto: provocar en los otros una mezcla de envidia con temor.

La épica del narco como self made man es una reivindicación de clase, pero en clave de revancha individual: «traigo cien mil en el cuello / lo que yo tengo, yo me lo gané», canta Natanael Cano en varias de sus piezas.

Los fetiches del narcocorrido (o la narcocumbia, el narcorap o el dembow bélico) son los mismos que los del capitalismo: el dinero, el poder y la muerte del otro como ofrenda por la vida que se quiere conquistar. Las imágenes hablan de esa erótica: las manos de un hombre llenas de anillos incrustados con diamantes acarician los montones de billetes y la Glock 38; las morritas contando los dólares mientras disfrutan del champán, sea en la casa del narcomenudista o en la oficina del CEO criminal.

Imágenes que en el fondo no son distintas a otras que podemos imaginar: el genocidio en el Congo en nombre del coltán, el de Palestina en nombre del Destino manifiesto del sionismo angloestadounidense. Sería ingenuo pensar que no hay cofradías capitalistas interesadas en promover un discurso donde apagar vidas a cambio de dinero se asuma como válido .

Ahora bien, la posibilidad de analizar críticamente estos contenidos, no se contrapone con que, al mismo tiempo, se pueda disfrutar de las canciones, del beat profundo de la tuba, o de la estética sierreña y las proezas prestidigitadoras de sus contrabajistas, o interesarse en las historias, incluso quizá entregarse por un rato a las emociones épicas de empoderamiento o reivindicación de clase que movilizan, a modo de catarsis, estos corridos, aunque devenir narcos no figure en nuestros planes, aunque la revancha capitalista no sea nuestra idea de justicia.

El capo poderoso y la narrativa securitaria de la guerra.

Quizá la narrativa con la que más se asocia al narcocorrido sea la del «capo» temido y respetado, que domina un territorio de forma -casi- omnipotente, cuya inteligencia le permite evadir los controles de la ley para enriquecerse traficando droga, que cuenta con la lealtad incondicional de sus huestes, incluso en ocasiones con el apoyo de una base popular, que paga bien a sus empleados, pero con el que le traiciona es implacable, y que ha sabido hacer pactos con las fuerzas del orden y con funcionarios gubernamentales de alto vuelo.

Es cierto que podemos inferir que algunos de esos corridos fueron compuestos por encargo de ciertos empresarios de la economía criminal con el fin de autorrepresentarse como legítimos notables, tal como en el pasado los encomenderos novohispanos recién llegados a su jurisdicción mandaban que los artistas les compusieran loas.

Pero más allá de eso, si consideramos que la industria cultural estadounidense, desde su nacimiento, ha funcionado como un poderoso instrumento ideológico, no puede descartarse que el impulso de la épica del capo se inscriba en la narrativa securitaria del narco todopoderoso y todopeligroso como «enemigo público número uno», en sustitución del enemigo comunista de la Guerra Fría y en correspondencia con el proceso de militarización creciente a escala global.

Esta posibilidad se hace más probable si observamos que el narcocorrido insiste en retratar a sus protagonistas exclusivamente como narcotraficantes, y evita sistemáticamente hacer alusión a las actividades extractivistas que desde el periodo neoliberal vienen realizando, pues se tiene registro de que los grupos armados privados han ido diversificando sus negocios y hoy participan activamente en el tráfico de maderas, minerales o combustibles, la trata de personas con fines de explotación sexual y laboral (esclavitud moderna), o el robo y la extorsión (extracción de excedentes). Además de que se ha registrado su participación en asesinatos y desapariciones de defensores de la tierra, y en el desplazamiento forzado de numerosas comunidades cuyo hábitat histórico se encuentra en los enclaves extractivistas más codiciados.

Resulta también muy llamativo que la épica bélica del narcocorrido, donde los protagonistas exaltan sus victorias en primera persona, no se interese en narrar enfrentamientos victoriosos, reales o ficticios, sobre el ejército, que teóricamente, según la narrativa gubernamental contemporánea, sería su adversario natural. Pero curiosamente los adversarios siempre son los contras (grupos criminales rivales). A las fuerzas armadas del Estado sólo se alude brevemente, casi de paso, retratándoles a veces como persecutores, pero muchas otras como cómplices: «en la montaña nomás dan la orden y también los verdes: pásele jefe» (Rápido soy, de Clave Especial).

¿Apología de la violencia?

La afirmación de que los narcocorridos hacen «apología de la violencia», si bien es válida, también es superficial y encubridora cuando no cuestionamos las justificaciones consumistas de esa apología, ni el hecho de que en el capitalismo el acceso a bienes suntuarios sea un símbolo de superioridad, pero sobre todo, cuando no cuestionamos la historia real de la desigualdad estructural.

Llevamos más de treinta años padeciendo y teorizando esa violencia y nuestra comprensión no parece ganar profundidad. Seguimos considerándola una excepción perturbadora «generada» por individuos outsiders que persiguen el propósito inmoral de conseguir «dinero fácil», pero «olvidamos» que, desde siempre, este tipo de violencia ha tenido una función estructurante de la economía, la política y la subjetividad de las sociedades capitalistas:

Desde su nacimiento hasta el presente, la historia del capitalismo ha sido la historia del despojo a las comunidades mediante el terror de la violencia extrema: En el siglo XVI los terratenientes ingleses quemaban las aldeas para desplazar por la fuerza a los pequeños propietarios, a principios del XX las guardias blancas de las petroleras yanquis desaparecían en el fondo de las lagunas de Tabasco a los campesinos que se negaban a cederles sus territorios, en los 70s la brigada blanca desaparecía a los campesinos de Guerrero y Sinaloa y otros estados que protestaban por la siempre inconclusa reforma agraria que los dejó sin tierra y a merced de la explotación de los casiques locales, en el siglo XXI cientos de miles de personas han tenido que abandonar sus hogares y sus medios de sustento en México debido a la «narco»violencia relacionada con megaproyectos turísticos, gasoductos extranjeros, extracción de barita, madera, oro. Podríamos decir que actualmente, el crimen organizado es parte fundamental del mecanismo colonial.

Alternativas

La frivolidad de las alternativas que se imaginan desde la izquierda deja mucho que desear. Patricio Monero, por ejemplo, propuso que las letras de los narcocorridos podrían sustituirse por sonetos de Sor Juana. No estoy segura de que dichos sonetos puedan sostener el ánimo eufórico en una noche de fiesta, no estoy segura de que todas las personas sean como Patricio, que antes que de la letra, disfruta de la melodía y de la armonía..

La Sedena lo tiene un poco más claro, por eso desde hace algunos años comenzó a producir y difundir «corridos militares». En ellos, los valores de la masculinidad patriarcal y la guerra como imperativo existencial quedan intactos, pero la valorización personal a través del consumo de bienes suntuarios es sustituida por el honor militar al servicio de la patria. Permanece también la dignificación del hombre desposeído a través del sacrificio individual, pero en vez de basarse en la lealtad al capo y la disponibilidad 24/7 para atender las contingencias del oficio, se basa en el esfuerzo de completar la formación castrense y someterse a la disciplina militar: «le agradezco a mis padres y también a mis carnales por apoyar sin dudar sabiendo lo que un día iba a lograr; completé exitosamente el curso de comando aunque muchos al principio quisieron verme abajo; siempre llevo la bendición de mi madre y los consejos de un buen padre; no fue nada fácil salir de ese hoyo, fueron cuatro años que tuve que chingarle, ahora soy feliz porque soy un soldado».

Sin embargo, muchas personas en este país pensamos que el militarismo tampoco es la mejor de las culturas. La razón nos la dan algunas «joyas» del Mix Trap Bélico Militar 2023: «soy un demonio pixeleado, adiestrado para exterminar malandros, con la FX en mano para tumbar malandros; si agarran a uno déjenlo vivir, quiero torturarlo y hacerlo sufrir; se hacen los inocentes, malditos derechos humanos que a ustedes los protegen; listo para accionar el R15 pues a los mugrosos no les tengo piedad »

Particularmente decepcionantes fueron las intervenciones despolitizadas de los músicos y promotores que participaron en la mañanera donde se presentó el concurso México Canta por la Paz, donde lo que imaginaron como resultados del concurso fueron canciones «limpias, románticas, que hablen de temas bonitos», eso sí «sin faltarle al respeto a las mujeres». Si con románticas se refieren a las de amor canónicamente tóxico y propietarista, también deberían prohibirlas por ser «apologéticas» de las violencias del género: «You better run for your life if you can, little girl, catch you with another man, that’s the end, little girl», cantaban románticamente The Beatles.

El programa de formación política que se lleva a cabo en los segmentos finales de las Mañaneras muestra que el equipo de la presidenta tiene bastante claridad respecto a la necesidad de proveer narrativas que posibiliten la construcción de nuevas identidades sociales, nuevas subjetividades.

¿Cómo es posible entonces que en la presentación de ese concurso nadie haya imaginado corridos sobre la solidaridad entre jóvenes que se organizan para defender el medioambiente, o sobre las doñas que alimentan a los migrantes de La Bestia, o sobre la dignidad de lxs campesinxs indígenas que defienden sus territorios, o sobre el tesón de los ‘héroes del trabajo’ que mandan las remesas, o sobre la heroicidad de las madres buscadoras, que buscan a sus hijxs y junto a ellxs buscan la restitución de nuestro destartalado sistema de justicia y de nuestra cosificada humanidad?

¿Cómo es posible que en la sede de «tiempo de mujeres» nadie imaginara tumbados-fusión sobre amores sanos que reconocen la autonomía y la libertad de la mujer -o el hombre- a quien se dice amar? Mínimo podrían haberse imaginado cumbiones pegadores antineoliberales, como esos que sonaron en la campaña de Andrés Manuel.

Quizá el potencial transformador de las artes tendría que empezar a cuestionar el hecho de que el capitalismo sea, como escribió el tal Marx, una forma social fundamentada en la violencia del despojo. Estoy segura de que muchxs artistas estarían interesadxs, por convicción genuina, en participar en este tipo de proyectos, remuneración de por medio, por supuesto y por justicia.

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Lenia Chávez es licenciada en música con estudios de posgrado en pedagogía. Ha sido periodista de fuentes científicas y culturales y desde más de una década trabaja como docente en el Instituto de Pedagogía Crítica, donde imparte cursos de pensamiento feminista, pedagogía crítica e interculturalidad. Sus temas de trabajo son comunicación política a través de lenguajes artísticos, y la relación entre colonialismo extractivista y capitalismo.

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